A través de sus ojos

(relato publicado en Ojos de ciegos / Alambique, 2015) 
Foto: Luca Iaconelli

Sueño pesadillas que no son mías, las veo despierta y a veces me dejan rasguños en la piel y en lugares más profundos. La gente habla, despilfarra palabras, sobre lo que escucha o lee que sucedió a otros, sin percibir la noción del respeto que se les debe a esas historias, a esos terribles hechos que desconocen en imágenes, en sensaciones.

Qué saben de la lágrima jamás explicada ni comprendida. Qué saben de la idea retorcida que atormentó la desesperanza y la oscuridad. Qué saben de estar en el suelo frío buscando paz. Cosas que no conocen, quizá yo tampoco las sé, pero he visto atrocidades a través de sus ojos.



Lily era mi amiga de la infancia. Me conocía demasiado, tanto, que sabía cosas que yo ni siquiera intuía de mí. Su familia era como la mía, cuatro hijos, dos padres. Leían la Biblia antes de comer. Vivíamos a cuatro o cinco casas en el mismo barrio, un lugar que relaciono con bunganvilias, el color verde, los días jueves y un parque con arbustos podados en forma de animales. Claro, con los años, todo empequeñeció y se tornó violento, esa violencia que todo lo alcanza y lo tortura hasta las cenizas.

Cuando empecé la escuela, nos mudamos con mi familia hacia el centro de la ciudad. Separarme de ese barrio me dolió tanto que tuve que esconder mis lágrimas y todo lo que Lily sabía de mí. Nadie se enteró que a mis seis años me coloqué una máscara endurecida con arrogancia para afrontar las realidades que vendrían.

En la adolescencia me enteré de que el padre de Lily había muerto. Había cortado comunicación total con ella, como si mudarme fuera empezar otra vida. Nudos en la garganta me avisaron que de nada servía decirle a Lily que la había extrañado durante muchos años, que me hubiera gustado crecer con ella y abrazarla después de que se despidiera de su padre muerto.

Los años pasan muy rápido. El jueves pasado se programó una reunión con los antiguos vecinos. Mis padres guardaron para sí la relación con algunos de ellos, sin involucrarnos a nosotros, y por eso los invitaron a una cena para ponerse al día de sus vidas y las vidas de sus hijos. Como no tengo empleo desde hace dos días, acompañé a mis padres a ese tipo de reuniones sociales.
Lily también llegó, tiene un año más que yo, pero ha envejecido dos vidas. Llegó con su hijo adolescente y su madre, la vi desde lejos. No pude acercarme en el primer instante, mis piernas se hundieron en el suelo como bloques de concreto sobre arena. Tampoco pude hacerlo aquella vez, cuando a los dieciséis años, la vi en el atrio de la iglesia a la que iba mi familia.

La cena se alargó. Estábamos en una de las casas más grandes del desvencijado barrio que había querido tanto. Es decepcionante volver a un lugar demasiado idealizado y ver con ojos adultos la imperfección de aquella preciosa mentira.

En la mesa asignada a mis padres, se sentó junto a mí una señora con cabello cano y hablar tembloroso que yo no recordaba haber visto nunca. Le gustaba el chisme y empezó en mi oído a recitar rosarios de infortunios de quienes pasaban ante sus ojos.

Cuando Lily se dirigía su mesa, sin reparar en la mía, la anciana empezó el resumen de su vida: “Ahh, esa chica ya se va acercando a mi edad siendo tan joven, treinta y tantos años creo que tiene. Pobrecilla le ha tocado momentos duros desde que su padre murió en una forma muy extraña; tan guapo que era. Recuerdo que la madre de los chicos, muy bella para ser viuda en ese entonces, la pasó terrible. Dicen que drogas y eso. Imagínese, sola con cuatro hijos. Y ella, la más pequeña, tan frágil también en esa época. La niña no tuvo la culpa de que su madre se convirtiera en mujer pública... usted sabe, una mujer sola...”. Quise levantarme de la mesa, pero la anciana se apoyó en mi brazo y dijo: “Se dejó embarazar muy joven para salir corriendo de esa casa, hizo lo mismo que muchas otras, pero la vida se las cobró todas”.

Con una sonrisa maliciosa, la anciana parecía buscar sobresaltos en mi mirada. Me levanté y la vieja soltó mi brazo. Sin decirle nada, me dirigí al baño, al final de un pasillo oscuro solo iluminado por la luz que se encontraba afuera, sobre la puerta que daba hacia el jardín delantero. Me lavé la cara. Sí… Lily había envejecido, y me había perdido toda su vida.

Cuando abrí la puerta para salir, ella estaba ahí. La oscuridad la rejuvenecía un poco. Ahí estaba lo que recordaba de ella, su cabello lacio ya bastante gris, sus ojos grandes avellanados, sus pecas, sus labios pequeños. Me sonrío, me recordaba. El tiempo se detuvo en ese pasillo.

A grandes rasgos le conté por qué había renunciado a mi trabajo y que podía estar en paz un par de meses sin hacer nada. Ella me contó que aún vivía con su madre, a quien le habían diagnosticado cáncer hace unas semanas, y que su hijo tenía problemas en la escuela por ser un poco autista.

Le dije que estaría en el pasillo cuando ella saliera del baño. La esperé, parecía una eternidad. Miraba a través de la ventana del pasillo. Las calles eran anchas como las recordaba y aún había bunganvilias. Sin haber escuchado nada, Lily tomó mi mano y me dijo que la acompañara.

Salimos de la casa, sin hacer ruido, como fugándonos del mundo. Ya en la calle platicamos de todo, de nada. No fueron incómodos los silencios. Me dijo que había leído uno de mis artículos en una revista. No sé por qué me sorprendió que ella lo leyera. No nos alejamos mucho, pero buscamos un espacio más privado en la oscuridad de ese barrio que alguna vez fue hermoso.

Coincidimos en que crecer es difícil y que nadie nos dice que cada paso es una decisión terrible cuando vas muy aprisa. Nuestras historias tenían varias muertes y despedidas, ya habíamos acumulado recuerdos, triunfos y fracasos. Me dijo que le hubiera gustado mantenerse en contacto, pero que la vida da muchas vueltas, así que a veces solo hay que esperar.

Le pregunté si recordaba que hacía más de dos décadas recorríamos esas calles con las manos enlazadas. Me dijo que sí. La tomé de la mano, como entonces. Primero coloqué mi palma completa sobre la suya. Después enlacé mis dedos con los suyos, luego la solté para que solo nos unieran los meñiques. Caminamos así dos cuadras más, como cuando teníamos menos de seis años.

Regresamos a la casa, la música y el bullicio nos la anunciaban cerca. Me detuve y la acerqué hacia mí. No pude decirle nada. Nos abrazamos por los años que no pudimos hacerlo.

Sentí angustia cuando entramos, no quería despedirme, me faltaba algo. Cuando ella iba a dar el primer paso para buscar a su familia, la tomé de nuevo de la mano, le dije que me acompañara. Yo tenía la actitud de que conocía esa casa. Tal vez era así, muchas de las casas eran parecidas en ese barrio. Subimos las gradas, abrí una de las puertas del piso de arriba, entramos. Cuando cerré la puerta, me besó. Una locura desvestirnos y complacernos en una casa ajena, con la luz apagada. Solo la ropa hacía detenernos, otra eternidad entre quejidos ahogados. Sentí su piel, mis brazos se cruzaban en su espalda. Ella sabía, lo había sabido siempre. Antes que yo.

Cuando encendimos la luz, nos encontramos en una especie de alacena. Me sonrío de nuevo, pero sus ojos decían otra cosa. Dijo frases incoherentes, algo sobre su hijo y su madre. Mientras se abotonaba la blusa, guardo silencio. Sus afiladas manos eran tan blancas como las recordaba. Antes de irse me dijo gracias.

Mi cuerpo se quedó inmóvil por no sé cuánto tiempo. Al volver en mí, acomodé mi ropa y salí. Mis padres se despedían de otra gente cerca del pasillo. Lily y los suyos se habían marchado. Mientras conducía de regreso a casa, mis padres mencionaron su nombre, me preguntaron si había hablado con ella. Les dije que no. Mi madre recordó que cuando éramos niñas, la mamá de Lily nos había regañado por estar saltando en el sillón con los zapatos puestos.

Sonreí. Comprendí que la mirada de Lily quería decirme qué fácil era la vida antes, cuando caminábamos con los meñiques atados, pero ahora... habían pasado mil vidas y solo habíamos tenido la alacena para coincidir un instante.


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